Vivian Gornick ya había escrito muchos libros de no ficción —biografías, ensayos— cuando pensó en escribir sus memorias. Apegos feroces se publicó en 1987, pero el libro llegó al mundo de habla hispana recién en el 2017, cuando se tradujo por primera vez al español y se transformó en un boom. Ese mismo año recibió el Premio del Gremio de Libreros de Madrid en el rubro Mejor Libro de Ficción…, aunque en realidad sea un libro de memorias. Y de pronto a Vivian Gornick le empezaron a llover las invitaciones y las entrevistas por un libro que había escrito treinta años antes.
Apegos feroces es un libro impactante, pero este artículo no es acerca del libro (que ya reseñé el año pasado y puede leerse en este link), sino acerca de la escritura autobiográfica. Alguien que no haya pasado por la experiencia, podría pensar que escribir sobre la propia vida no tiene demasiadas complicaciones. Sabemos todo de nosotros. No hay nada que inventar. ¿Pero es así realmente? Según Gornick, penetrar lo familiar no es nada fácil, sino todo lo contrario: es el resultado de mucho trabajo. En un libro llamado The Situation and the Story: The Art of Personal Narrative (2001), traducido al español como Escribir narrativa personal, Gornick dice que si uno no logra desapegarse y ponerse a una cierta distancia de la historia, la narración puede convertirse en una insoportable sesión de psicoanálisis que solo podría interesarle al psicólogo.
Para el que escribe, The Situation and the Story es un libro esclarecedor. Vivian Gornick enseña en él cómo pararse frente a un texto autobiográfico. En un texto de ficción, el narrador puede ser poco creíble y eso a veces agrega interés a la trama, pero en uno de no ficción el narrador debe ser creíble o todo el relato se desmorona. Por eso, lo primero que hay que conseguir es un narrador confiable, es decir, coherente y para ello, el narrador tiene que lograr la distancia óptima: ni demasiado cerca, ni demasiado lejos. Una distancia que le deje ver en perspectiva y le permita conservar la capacidad de análisis para poder controlar sus emociones y la historia que quiere contar; pero no tan lejos que anule la empatía, porque un narrador que no empatiza con sus personajes, que no los comprende no genera credibilidad. El “yo” narrador debe ser muy claro; el escritor puede no saber quién es en esencia, pero sí debe saber quién es en el momento en que escribe y tener claridad respecto a su relación con aquello que cuenta.
Un ejemplo que da Gornick es la historia de J. R. Ackerley, un escritor inglés que se entera de la doble vida que había llevado su padre cuando este muere. Descubrir que su padre tenía otro hogar, otra mujer y otras tres hijas le generó un impacto tan grande que solo treinta años más tarde logró escribir sobre ello. Ackerley necesitó todos esos años para entender quién era él, quién era su padre, cuál era la relación entre ellos y cuál era la historia que quería contar.
Gornick hace una diferenciación entre la situación —o el contexto— y la historia. Alguien que escribe sus memorias intenta extraer de la vasta y heterogénea sustancia de la vida un significado, un sentido que ilumine, que organice su propia historia. Si no lo consigue, podrá reproducir o describir el contexto, pero no tendrá una historia. Lo importante, dice Gornick, no es lo que le pasa a la persona, sino el sentido que la persona le atribuye a lo que ha vivido: esa es la historia. Lo que Ackerley conocía de la vida era la situación, pero tardó treinta años en encontrar la historia que quería contar.
En The Situation and the Story, Gornick reflexiona sobre su propio proceso al escribir Apegos feroces y es tan claro lo que cuenta, que lo mejor es leer directamente el fragmento. Esta es mi traducción.
Doce años después (…), me puse a escribir unas memorias sobre mi madre, sobre mí y sobre una mujer que vivía al lado de nuestra casa cuando era chica. Entonces, por primera vez, luché por aislar la historia de la situación; entonces me enseñé a mí misma lo que es un personaje y empecé a encontrarle sentido a las relaciones de una con la otra.
Esta historia, la de mi madre, la mía y la de mi vecina, se basaba en una temprana percepción que tuve, de que esas dos mujeres me habían convertido en la mujer que soy. Las dos habían quedado viudas muy jóvenes, las dos habían caído en la desesperación, una dedicó el resto de su vida a idolatrar el amor perdido y la otra se convirtió en la ramera de Babilonia. Pero eso no interesa. En ambos casos, la lección era que el hombre era lo más importante en la vida de una mujer. Yo detesté esa lección desde el principio, resolví dejar de lado la enseñanza y también a las mujeres. Y me escapé, pero a medida que pasaba el tiempo me di cuenta de que no podía dejar nada de eso atrás. Sobre todo, no a las mujeres. Sobre todo, no a mi madre. Estaba decidida a mantenerme alejada de su teatral ensimismamiento, pero entonces, los años se habían ido acumulando y me di cuenta de que mi temperamento exaltado, mis maneras cortantes eran, de hecho, solo otra versión de ese dramatismo de mujer necesitada. Me di cuenta de que en las dos ese teatro era un sustituto de la acción: una pieza de Chéjov sobre la ira no resuelta. Entendí de pronto que no podía dejar a mi madre, porque me había convertido en mi madre.
Esa es la historia que quise contar, sin emocionalidad ni cinismo, la que pensé que justificaba contar la dura verdad. Esa percepción que tuve —de que no podía dejar a mi madre porque me había convertido en mi madre—, fue un descubrimiento: una historia de embrollo psicológico que yo realmente quería estudiar.
Para contar la historia, pronto descubrí que tenía que encontrar el tono de voz correcto, el que usaba habitualmente no me servía: el quejoso, el irritado, el acusador, sobre todo no el acusador. Después estaba el problema de la sintaxis, mis típicas frases cotidianas —fragmentadas, exclamativas, imperiosas— tampoco servían. Tenía que cambiarlas, modificarlas, ponerlas bajo control. Y después pude ver, tan pronto como empecé a escribir, que necesitaba retroceder, poner distancia con las personas y los acontecimientos para encontrar el lugar desde donde la historia pudiera tomar aire y encontrar su propia dimensión. En resumen: necesitaba encontrar un punto de vista útil, uno que me permitiera una mayor libertad de asociación. Lo que no pude ver, y por mucho tiempo, fue que ese punto de vista solo podía surgir del narrador que era yo, y no era yo al mismo tiempo.
Empecé a intentar corregirme. El proceso fue lento, doloroso y para mi sorpresa, plagado de dudas incapacitantes sobre mí misma. Encontré un diario que había escrito en un verano diez años atrás; tenía mucha información que sabía que me podría ser útil. Abrí el diario con entusiasmo, pero pronto lo aparté de mí. Estaba lleno de autocompasión infantil “¡sola otra vez!”, y me pareció odioso. Más que odioso, amenazador. A medida que lo leía, sentí que esa atmósfera me absorbía, me volvía incapaz de sostener la voz que estaba tratando de construir. Arrojé el diario lejos, con pánico, me sentí confundida y derrotada. Unos días más tarde lo intenté de nuevo, pero otra vez sentí que me hundía. Y lo dejé.
Un día, después de revisar unas cuantas páginas en que me pareció haber logrado el tono adecuado, la sintaxis y la perspectiva, abrí el diario otra vez; leí un poco, me reí, me interesé, incluso quedé absorta y en cuestión de minutos empecé a tomar notas. Con alivio, pensé: no me estoy hundiendo. De pronto me di cuenta de que no había un “yo” que perder. Tenía una narradora lo bastante fuerte para pelear por mí. La narradora era esa parte de mí que no podía dejar a su madre porque se había vuelto su madre. No se intimidaba por el “sola otra vez”. Ni, pensándolo bien, se dejaba influir por la parte de mí que caminaba por la ciudad, o por la feminista de mediana edad divorciada, o la escritora financieramente insegura. Ella era, por lo visto, solo su sólido y limitado yo, y tenía el control. Entonces vi lo que había hecho: había creado al personaje.
Mientras escribía el libro, la devoción por esa narradora, por ese personaje, me absorbió completamente. Esperaba cada día para reunirme de nuevo con ella, con esa otra que contaba la historia que yo sola, con mi yo cotidiano, no habría podido contar. No podía creer la suerte de haberla encontrado (así se sentía, como una suerte). No era solo que admirara su estilo, su generosidad, su desapego — ¡un descanso del yo que era yo!—, sino que ella se había convertido en el instrumento de mi iluminación.
Conocer el proceso por el que pasó Gornick al escribir sus memorias, no solo arroja luz sobre Apegos feroces, sino que nos hace entender por qué el libro es tan potente. Gornick tenía una historia y pudo contarla a través de la narradora que logró crear. Todo se centra en la solidez y la coherencia de esa narradora que sabe muy bien quién es, que sabe quién es su madre y cuál es la relación que hay entre ellas. Gornick logró colocar a su narradora a la distancia óptima para controlar sus sentimientos y la historia, pero lo bastante cerca para comprender a sus personajes.
Entonces, ahora, entendemos mejor el Premio al Mejor Libro de Ficción. Porque la narradora de Apegos feroces no es verdaderamente Vivian Gornick, sino un personaje de ficción. Aunque, claro está, también sea Vivian Gornick.
Se trata de un muy interesante artículo para los que intentamos ensañarnos a escribir. Muchas gracias por su divulgación.
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Gracias, Jorge!
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